Vamos a dar la última vuelta me dijiste y nos sentamos en
una piedra en el Parque de la Música, al siguiente día me iba de viaje –ni
lejos ni mucho- pero en ese momento nos
conocíamos tan poco que todo tiempo
parecía eterno y todo lugar remoto.
Acompáñame a la estación, si, para eso están los amigos,
aunque sean nuevos.
Lo que nunca imaginé es que esa despedida tonta era el comienzo de una historia de varios años
y cinco países. Fue la primera vez que
nos despedimos y no me di cuenta, como no me di cuenta la última. Cuando ya las
estaciones de bus, tren y aeropuerto eran de diario, daba igual embarcarse
a Viena, La Coruña, Nicaragua, Lugo,
Ecuador y hasta China, el último gran viaje, yo como siempre preocupada en
vivir no hice ni puto caso, era el final.
Inmediatamente me mandaste un libro que leí con desespero.
Al segundo capítulo de “Adiós Muchachos” un clásico sandinista, ya quería yo ir tras
las reglas de Leonel Rugama durmiendo en
el piso y partir a la montaña. Un
generoso regalo dedicado por el autor, pretendiendo que no te extrañe y para demostrarme cuanto me conoces. De
aquella lo lograste, ese fue un gran verano. Sin nostalgias.
Tiempo después, antes de que comiencen las clases envié el libro para mi biblioteca personal en
mi país y lo nuestro lo envié también a una página dorada de lo que ya
consideraba mi pasado. Así alegremente.
Pero, lo que pasa es que la vida es una porquería que uno no
controla y no me imaginé empezar a recordar ahora que comienzo a recoger de
esta ciudad. Desde que nos conocimos cuando tocaste la puerta de mi habitación
en la residencia por error; dormimos juntos esa misma noche y unas mil màs , las
madrugadas infinitas de borrachera, los
días de verano volviendo del Sar y las tardes en Belvis sin hablar, solo
mirándonos.
Si, definitivamente
esto no hubiera sido igual sin vos.
Ya cuando Galiza se termina, para que quede constancia de
que un corazón tengo y como sé que alguna vez pasas por aquí. Te he escrito
esto. Te lo debía.
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